El Portal de la Ilusión

Ángel se detuvo en la barandilla del Puente de la Desesperanza. La noche era brumosa, imposible distinguir la orilla de la Bahía del Olvido, sólo un tenue reflejo de las ondas del agua bajo sus pies, cuyo vaivén podía escuchar leve pero nítido en la noche calmada. Ningún vehículo perturbaba el silencio solitario, todos estaban cenando en familia en Nochebuena. Todos, menos Ángel.

El joven se sujetó a la barandilla con las dos manos, pasó por encima una pierna y luego la otra. Le gustaba tirarse al agua de cabeza en la piscina, pero nunca lo había hecho desde cincuenta metros de altura ni con una bola de plomo atada al tobillo.

Miró hacia delante. Pensó en ella por última vez, con los ojos humedecidos por la tristeza, antes de decidirse a terminar. Le pareció ver de nuevo el rostro de su amada, difuminándose entre los algodones de la niebla; y se iba perdiendo despacio, como el día en que se marchó prometiendo no volver jamás. Melancólico, en la gélida noche de diciembre recordó sus cálidos besos. Y lloró, lloró de impotencia, como el último día en que la vio partir. “Mañana ya no lloraré más” –pensó–. Tembloroso pero decidido, avanzó sus pies hasta el borde del vacío y ya iba a soltarse de las manos.

– ¿Qué vas a hacer?

Ángel se volvió hacia atrás. Una niña pequeña le estaba mirando fijamente, con unos ojos grandes y luminosos como estrellas fugaces volando hacia Belén. Le sorprendió su escaso atuendo para tan baja temperatura.

– ¿No tienes frío, muchacha? ¿Quieres que te dé mi abrigo?

– No, no te preocupes, no necesito más abrigo que tu cariño.

– ¿Quién eres tú?

– Soy la Navidad –respondió vivaracha la niña.

Ángel se arrodilló en la cornisa y lloró mucho más ahora, se desahogaba entre sollozo y sollozo gritando “¡Navidad, Navidad!” una y otra vez. Entonces la niña se acercó y el joven se aferró a ella con fuerza, pasando los brazos por encima de la barandilla que les separaba.

– Ángel, ¿quieres cenar conmigo esta noche en el Portal de la Ilusión? El niño Jesús nos está esperando, se pondrá muy contento al verte, serás mejor regalo que el oro, el incienso y la mirra.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– Yo lo sé todo de ti… Estoy en tu corazón.

El joven Ángel arrojó al agua la bola de plomo, pasó de nuevo al otro lado de la barandilla y se alejó del Puente de la Desesperanza y de la Bahía del Olvido, siguiendo la estela resplandeciente de la Navidad.

José Eduardo Mohedano Córdoba

 

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